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jueves, 29 de septiembre de 2011

Jorge Sainz (5to 4ta 54) y II - AL MAESTRO CON CARIÑO

II AL MAESTRO CON CARIÑO

Estaban los profesores, luego los celadores más las autoridades que en realidad era única, el rector o el vicerrector, cada uno en su turno. Dicho así escuetamente no seríamos ecuánimes sino estableciéramos algunas distinciones que paso a enumerar.

Para mí existen los maestros, los profesores y los funcionarios. Maestro conocí uno solo, Marco Viberti. ¿y qué es un maestro? Un maestro es alguien ejemplar que nutre con su vitalidad y su nobleza el alma del educando, que sabe guiarlo sin condescendencias y sin severidades trasnochadas por un camino de verdad, de sencillez, de conocimiento. Marco Viberti, era un hombre de modales bruscos, un profesor de dibujo más. Pero fue un maestro no por la materia que dictaba sino por su nobleza, su vitalismo, su tolerancia. Un hombre bueno, decente y fiable. Un hombre para guiar, para encabezar sin subyugar. Fue el único maestro que conocí en el Nacional de Flores. Una anécdota. Cuando me diplomé de bachiller estaba deseoso de hallar un interlocutor válido en el colegio, entonces se me ocurrió citarme con el rector en el café Tortoni. Allí asistió para conversar con un alumno que requería de su consejo, de su reflexión, como un amigo más. Tuvimos una charla amena, prolongada y orientativa acerca de mi futuro inmediato. Asumió la rectoría en setiembre del 53 y le tocó representar al Urquiza en un momento crítico de su historia, con movilizaciones, ocupaciones, siempre al frente de todos y para todos. ¡Salud! Don Marco.

Los profesores, que no abundaban, ni eran maestros, me refiero a sus conocimientos, a su modo de llevar la clase, a su estilo de calificar, a su inmersión en la materia que dictaban, eran las columnas del sistema de enseñanza. Brillaban con luz propia, Angel Mazzei (literatura española y americana), Fernández Martínez (zoología), Lamenza (física y trigonometría), Petrazzini (castellano 3º), Vainer (sicología), Dassen (anatomía 3º y 4º), Eguía Seguí (castellano 2º), los profesores de idiomas eran todos muy buenos aunque cabe una mención especial para Rojo Mazorra (inglés), Sánchez Sorondo (Historia 2º), más un conjunto heterogéneo de profesores que no sobresalía. De todos ellos no hubo nadie que supiera más de su materia que Mazzei, arrasaba por su erudición, Un as. Fernández Martínez resultó mi mayor frustración. Estuvo sólo un año al frente de Zoología 2º año y fue para mi el profesor más estimulante que he conocido en el bachillerato. De condiciones humanas y profesionales sobresalientes, este buen hombre que resultó visto y no visto se ausentó a la Patagonia y nunca más nadie supo de él. Volviendo a Mazzei, digamos que fue un inspirador, un movilizador de conciencia desde el horizonte de la literatura, un portal de conocimiento. En el aspecto más destacado de su quehacer impulsó en 5º año una serie de trabajos monográficos que apuntalaron la afición a la literatura para quien la tenía. A mí me encargó “Las baladas en la poesía argentina moderna”, título que escogió más tarde para una de sus obras. Investigando ese asunto para mí totalmente desconocido me recorrí todas las bibliotecas importantes de Buenos Aires. Frecuenté la Nacional que estaba en la calle Méjico. ¿Y saben cómo se pedía un libro en esa época (1953-54)? Se llenaba un formulario con los datos personales y el libro solicitado (previa búsqueda en esas gavetas incómodas que orillaban la gran sala de lectura). Luego había que esperar un tiempo incierto hasta que tu número apareciese colgado de unas cuerdas que como si fuese un tendedero estaban dispuestas sobre la plataforma que presidía la sala. Si demoraba mucho era posible que no encontraran el libro y tenías que averiguarlo. Así libro tras libro. También, gracias a Mazzei, colmaba mi rosario de bibliotecas con la del Congreso, la del Maestro, las barriales y al cabo de seis meses, el monográfico de las baladas vió la luz. A otros alumnos les encomendó temas tan peregrinos como “las mesas y las sillas en la poesía argentina”, “las aves…etc. “y todas las monografías en ese plan. Al fin y al cabo, la mía era la más coherente y literaria. Otra faceta de Mazzei era a la hora de calificar con dígitos, siete con treinta, ocho con cincuenta, nunca un diez a menos que el alumno lo justificara por necesidades de exención. Sin comerla ni beberla, en el primer trimestre de 4º, -nuestro estreno con don Ángel- tuve el promedio trimestral más alto para sorpresa e intriga de mis allegados y mía en primer lugar. Imposible desentrañar el universo de Mazzei en ese tema. Además yo lo castigaba con unos “ensayos críticos” que le entregaba para conocer su opinión. Él, paciente me los leía y devolvía con indicaciones y comentarios que certificaban su bonhomía. Por esa época me dio la vena de “interpretar” textos de escritores argentinos como Payró, House o Scalabrini Ortiz. Recuerdo con humor que cuando le presenté mi visión acerca de “El hombre que está solo y espera”, libro difícil para mí - se trataba de un ensayo social- y no de una novela, lo primero que me dijo me desconcertó. Conocer que el autor de marras era famoso por la publicación de la mejor historia de los ferrocarriles argentinos hasta el momento.. Cuando escribí el trabajo de las baladas cometí el error de incluir nada menos que a Rafael Alberti entre los baladistas y no recuerdo sino contrabandeé algún otro. Inmune a esos fallos, Mazzei era un dechado de tolerancia, de acompañar módicamente al alumno. No estilaba dictar clase magistral, más bien acotaba la lección que brindaba el alumno. Nosotros no éramos capaces de asimilar todo lo que él ofrecía porque recién estábamos rompiendo el cascarón de la cultura. Magdalena Lamenza era una profesora a la que algunos alumnos prestaban atención libidinosa, pero al margen de esas vocaciones era una mujer sobria, sería y dueña de su materia. Nos dio física , trigonometría y cosmografía con elegancia. Así como era ella. La Petrazzini, como se la llamaba habitualmente, .fue la que descubrió que además de una élite social (hablaremos más delante de ello) existía otra, intelectual y culta en la división.. La Petrazzini nos bautizó como “la elite” a secas, a quienes seguían sus pasos, no sin cierta inquina por parte de los demás, pues la élite no superaba los cinco miembros. Tenía el hábito de sentarse entre los pupitres, nunca en el escritorio. Pequeña y movediza, sometía a la clase a demandas continuas lo que provocaba que nadie se durmiera. Hablaba mucho, con rotundidad y convicción, alrededor de su materia. Si la seguías aprendías mucho. Empapada del saber de los grandes lingüistas y filólogos de su época, a la mayoría le disgustaba su estilo un tanto autoritario y mordaz en una materia que no despertaba muchos entusiasmos.

Vainer y Dassen eran los “dictadores”. Dictaban sus clases palmo a palmo, aunque con estilos contrapuestos. Mientras Vainer era un hombre tranquilo que nos brindaba unas clases que daban la sensación de ser predeterminadas, Dassen nos dictaba sus enseñanzas en medio de un silencio sepulcral. Maníaco con los ruidos, el más mínimo desencadenaba una erupción colérica. Se daba vuelta y preguntaba por su autor que a veces terminaba en la puerta del aula. Una lapicera al caer, la tapa del pupitre golpeada al descuido podían convertirse en una contrariedad inasumible por Dassen. Por lo demás eran buenos profesores, nos hacían estudiar y al fin de cada trimestre no teníamos escapatoria. Se tomaba una prueba anunciada que decidía la nota sin muchas apelaciones. Vainer tuvo una iniciativa interesante mientras lo tuvimos de profesor. Una mañana llevó a la división al Hospicio de las Mercedes (actual Hospital Borda) donde se desempeñaba como uno de los jefes de servicio y nos dio la clase exponiendo con pacientes reales los rasgos generales de cada síndrome siquiátrico. Dassen, a su vez era uno de los médicos más destacados de la Cátedra de Medicina Interna cuyo jefe era el Dr.Fustinoni, además de ser autor y colaborador de varios libros para la formación de los futuros médicos. Fuera del ámbito de las clases que dictaba, aunque siempre adusto solía responder a sus alumnos con normalidad.

Y estaban los funcionarios.¿qué significa un funcionario en la enseñanza? Se trata de un señor que asiste a clase como profesor, que habitualmente no explica ni comenta nada. Esto no se sabe si es por ignorancia o por indolencia. Señala con el dedo desde y hasta dónde abarcará la próxima clase. Califica con generosidad y examina a sus alumnos con pruebas anunciadas. De vez en cuando algún comentario sobre el tema vigente y el resto es pasividad activa aunque parezca un contrasentido. Pues bien, obviamente no mencionaré a ninguno de estos funcionarios aunque sí calculo que su incidencia en el conjunto del profesorado rondaba el 20 por ciento. Nada grave, sólo dejación de deberes.

Tuvimos varios jefes de celadores. Recuerdo a Cascante, Soria, Wirth, todos flexibles y sin problemas. La oveja negra resultó ser Gaitán. Un extraterrestre que trataba a niños de trece y catorce años como auténticos delincuentes. Torcía el gesto y allí íbamos camino de las amonestaciones por nimiedades. Pésimo talante el de este imbécil metido a sheriff. Por lo demás, todos los celadores eran amigos del alumno y señores en el mejor sentido de la palabra. Evoco algunos nombres, Leiva, Sanjurjo, Echeverría, Biondi, el propio Wirth. Todos estudiantes universitarios.

La plana mayor era un unicato, nunca estaban rector y vicerrector juntos en el colegio. Conocí a Félix Nattkemper como profesor de botánica, ya a punto de retirarse de todos sus cargos, incluyendo la rectoría. A mí me tocó vivir la época de Rezzoagli en ejercicio del rectorado. Un hombre bueno y condescendiente, con la mano dispuesta a media altura para ofrecerte la bendición en cualquier momento junto a su verbo afectuoso y comprensivo. Luego, promediando el 53, vino Viberti como rector. **

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Jorge Sainz (5to 4ta 54) y III TODOS ERAN MIS HIJOS

III TODOS ERAN MIS HIJOS:

Sí y hubiera habido muchos más de no ser por el numerus clausus. Ya comenté que desde Flores hasta la general Paz no existían colegios secundarios. Villa Luro, Liniers, Floresta, y más hacia el sur, Mataderos, Lugano, Soldati, Patricios, barriadas demográficamente importantes, carecían de escuelas secundarias y no solo colegios nacionales sinó también comerciales e industriales. O sea que la frontera pedagógica

éramos nosotros, el nº 9, lo que supone que había otros ocho en la Capital Federal. Estaban repartidos por Palermo, Almagro, Once, Belgrano. Esta realidad provocó que en primer y segundo año acudieran a las aulas muchos jóvenes procedentes de esos barrios del sur y del oeste carentes de ese nivel formativo. Y aun del extrarradio de la Gral. Paz: Ciudadela, Haedo, Castelar. Si a la diversidad de procedencias sumábamos ese desfile de profesores y materias, el panorama para el recién llegado- que éramos todos- se evidenciaba difícil y un tanto desestabilizador. Ocho a diez materias con sus respectivas bibliografías, cuadernos y novedades de todo tipo se cernían sobre el alumnado salvajemente. Cada uno se las rebuscaba –como yo- en conseguir algunos libros para que la economía familiar no se resintiera, a pesar que vivíamos una etapa de economía boyante en Argentina. Fue precisamente la prosperidad alcanzada por las clases más modestas la que propulsó la incorporación de los hijos de esos sectores a la educación secundaria. Nuestra división contaba con al menos una tercera parte de alumnos procedentes de las clases media-baja y obrera. Era un cambio radical porque seis o siete años antes no hubiese habido nadie. A lo largo de la década, este fenómeno social se revirtió no bien la situación económica se iba deteriorando. Hasta el 52 inclusive estas tendencias no sufrieron cambios, pero ya en 4º año el panorama retrocedió parcialmente y las incorporaciones se limitaron a quienes aspiraban al nivel universitario. Recordemos que en ese entonces, tener aprobado 3º año implicaba titularse de “bachiller elemental”, algo que valía a la hora de un empleo.

Todo era extraño cuando no imprevisto. Los compañeros de 2º nos parecían “grandes y avezados”, para qué mencionar cómo veíamos a los de 5º, a esos les llamábamos directamente “padres de familia”. Y la universidad la percibíamos como una quimera. Pero las rutinas nos fueron acomodando a estos horizontes desconocidos alentados por la perspectiva que si continuábamos al año siguiente, entraríamos en la categoría de “grandes y experimentados”. Y las rutinas alimentaban nuestra confianza, eran un lenitivo para nuestras dependencias. Una de las más bonitas sucedía cada crepúsculo: el arriado de la bandera mientras entonábamos esa bellísima canción llamada Aurora…Alta en el cielo, un águila guerrera,/ audaz se eleva en vuelo triunfal; / Azul un ala del color del cielo, / Azul un ala del color del mar… ¡qué inspiración la del maestro Panizza! En ese momento quizás no la sentíamos como ahora en que nos emociona hasta las lágrimas, sesenta años después, que ya es decir. Formado en filas de a dos en el patio del colegio seguíamos la ceremonia con desapego, pero los rituales poseen un poder misterioso que hace que hoy con sólo evocarlos resucita. Luego venia el regreso a casas colgados del 134 que indefectiblemente circulaba lleno. La línea hacía el recorrido desde Villa del Parque en Nazarre y Cuenca hasta el Puente Pueyrredón, en Barracas, a la vera del Riachuelo. Era el colectivo de los hospitales. Increíble. Tocaba el Álvarez, el Penna, el Churruca, la Maternidad Pardo, el Bonorino Udaondo, el de Cirugía Torácica, el de Tisiologia, Muñiz, Rawson, Borda, Moyano. Cuando me tocó el servicio militar en Sanidad también viajaba en el dichoso 134. Y por último cuando siendo estudiante asistía a clases en el Hospital Fiorito. En distintas épocas y sucesivamente cambió de infraestructuras, desde los monstruosos Mack hasta diversos modelos de colectivo. Compañero habitual de viaje era Cartasegna, el más joven y pequeño de la división (en poco tiempo su estatura y su aspecto agurruminado desaparecieron como le había predicho su padre) y otros compañeros ya mayores.. Pasando Gaona subía a menudo el profesor de Matemáticas, Ponce. Que después del 55 fue vicerrector. Mis profesores de matemáticas fueron Guarino, Talía y Rocha. En química tuvimos a González y a la. Maglia. En física, a Bishop y Lamenza.. En historia, me olvido de algunos, eran la Sra. Nieto Arana, Sánchez Sorondo (hijo de quien fue ministro de interior del dictador Uriburu), Masciotra y Hebe Caracotche, alguien muy apuesta y simpática. En geografía, a la Sta. Constantini, Wirth (el padre), la Sra. Cambados y algún otro. En castellano, Petrazzini y Susana Eguía Seguí. En mineralogía, a Maniglia. En dibujo a Viberti y a la Sra. Busón. Con ella y con Mascialino (latín) conocí por única vez en cinco años el acíbar de diciembre ¿Cómo es posible irse a examen en ¡dibujo! tan luego? Tal hazaña yo la concreté ante la extrañeza de mis compañeros para quienes era inédito que alguien fuera a diciembre por esa materia. Era como irse por Trabajo Manual o Ejercicios físicos. ¡jaja! Lo del latín fue otra cosa. Mascialino era como Mazzei, un maniático con las notas, seis cincuenta, siete treinta y tres, todo en plan ofertas y rebajas de tienda. A mí me mandó a examen con seis sesenta y uno. Llegué tarde a las ofertas del “Vulpes et uva”. A fin del año lectivo se realizaba una reunión de profesores para entregar los conceptos, que figuraban en el boletín anual. Viberti era muy educado y enviaba una carta de felicitación a los padres cuyos hijos eran por lo visto unas lumbreras. Hablando de lumbreras, nuestra división estaba huérfana de ellas, había alumnos más o menos estudiosos, más o menos inteligentes, pero sin deslumbrar. En la tercera división del año inmediatamente superior se conocían dos talentos que disputaban los nueve y los dieces cabeza a cabeza. Se llamaban Jorge Segreto y Mastroianni Pinto pero no rivalizaban ni eran arrogantes con el resto.. Eran buenos tipos.

Las relaciones horizontales con las terceras eran muy buenas, había una hermandad en el estudio a pesar que sus profesores no eran los nuestros. Las divisiones de la mañana eran totalmente desconocidas para las de la tarde y viceversa. Las verticales de la tarde sólo tocaban al año superior, con el inferior no había vínculos. Cuando ingresé existía un Club Colegial cuyo cometido hoy no puedo especificar como no fuese que cobraban una cuota para `pertenecer al mismo. Creo que eran los que organizaban los torneos deportivos, ajedrez, etc. La otra institución autorizada era muy activa, me estoy refiriendo a la Cooperadora cuyos integrantes eran los padres de los alumnos. Colaboraban dentro de sus limitaciones en comprar libros, refaccionar el colegio y organizar actividades sociales con las autoridades del colegio y los padres.

En nuestra división había endogrupos. Una élite social encabezada por González Botana agrupaba a la crema del barrio. Eran cinco o seis alumnos de familias tradicionales que jamás presumieron de su nivel social. La masa amorfa, hasta que no descubrió Petrazzini lo de la Élite intelectual estaba inmersa en el anonimato. Pero vino Juana Azurduy y nos jerarquizó, otros cinco o seis alumnos adquirían “identidad”. Estas anécdotas provocaban chorros de ironías y de pullas entre nosotros porque en el fondo nadie se lo tomaba en serio. Eso sí , agradecíamos a Petrazzini y a Mazzei sus ocurrencias a cual más ingeniosa. A González Botana casi todos los profesores le preguntaban por su grado de parentesco con el periodista más renovador y poderoso que conoció Argentina en su historia moderna: Natalio Botana a partir de su diario “Crítica” y cuya memoria estaba fresca. Botana, quizás un poco harto que todo el mundo le preguntara por su tío era naturalmente arrogante pero no por su pariente sino por su personalidad más allá de todo. Diplomado de médico, a través de conocidos comunes supe que treinta años después seguía igual. Su contratara era Curras, hijo de obreros, brillante alumno, dibujante excepcional, idealista y liberal. Yo iba de graciosillo y una de mis ocupaciones luego de 3º era confeccionar semanalmente una “cartelera” que consistía en jugar con los nombres de las películas y las obras teatrales en cartelera extrapolándolos a situaciones internas del colegio, la división, los profesores, etc. Nuestra actividad artística tuvo su cénit en 5º año. En la división apareció ese año un extraterrestre llamado Leopoldo Ruiz que inspirado en visiones e impulsos caiga quien caiga, se abocó a montar en el teatro Smart una comedia teatral con actores, decorados, maquilladores. Toda la parafernalia de una obra teatral digna de la calle Corrientes. La obra se llamaba Cascabelito y se había estrenado en la década del veinte sin mayor repercusión. Lo curioso de la situación fué que contó casi exclusivamente con la colaboración de la gente del interior que cursaba 5º 4ª y 5º 3ª Excepto quien esto escribe y Cartasegna nadie del núcleo tradicional de la división apoyó el envite. Ruiz era terrible, cambiaba continuamente de frentes. Un advenedizo metido a improvisar festivales, mentía a discreción, generaba resistencias lo que hacía que su credibilidad estaba por los suelos. Ahora diríamos que se trataba de un chanta. Nadie se fiaba, el elenco estable de 5º4ª era bastante serio y no quiso embarcarse en la aventura que a pesar de todo salió bien. El 25/10/54 subió a escena por única vez “Cascabelito” con un grupo de actores improvisados pero voluntariosos. Quien esto escribe hizo de traspunte y se dedicó a atravesar el escenario varias veces durante la representación, de galera y gafas oscuras con una maleta. Al final se desveló el misterio. La maleta contenía el discurso de clausura, un rollo que desenroscado llegaba hasta la platea. Pero el discurso real estaba escrito y me tocó a mí pronunciarlo con brevedad. Además del plato fuerte que era la representación teatral, hubo muchas intervenciones pero no de alumnos de la división excepto Cartasegna que junto a su novia protagonizaron en playback un dúo comifónico muy celebrado. Hubo solistas de instrumentos musicales, piano, guitarra, recitados, bailes…No he mencionado aún que el festival hubiese sido irrealizable sin la ayuda inestimable del colegio Fernando Fader (exclusivamente de mujeres). Ellas hicieron la escenografía, actuaron, cantaron, bailaron y nos desapolillaron a nosotros en una época que no existían los colegios mixtos. Para mí, fue lo mejor del festival, ese intercambio, esa complicidad que nunca habíamos experimentado. Las jóvenes eran abiertas, frescas, sencillas. Nosotros parecíamos vejestorios rígidos, tímidos y acomplejados. No sé cómo será ahora pero los 16-17 es una edad estupenda para el amor, la lírica, el ideal, la música. En el tema musical me ayudó mucho Lalo Cartasegna. Seguíamos a un animador de Radio Mitre que se apellidaba Rodríguez Luque y presentaba diariamente sesiones programadas a distinta horas. Allí conocí a Los Plateros, Paul Anka y muchos conjuntos más que mi memoria ha olvidado. Demás está decir que gané a una joven del Fader, una amistad breve pero hermosa. Tampoco fue vana mi incursión teatral aunque fuese como traspunte. Con otras amigas del Fader estuvimos tonteando ese verano alrededor de una obra que había escrito una de ellas.

¿Cómo eran las vacaciones durante el secundario? Nos perdíamos de vista como si cada uno se fuera al trasmundo y a pesar de vivir cerca unos de otros, jamás compartíamos nada esos cuatro meses. Increíble pero cierto. En marzo, con el reencuentro retomábamos esa amistad “lectiva” por llamarla de algún modo. Yo volvía de las vacaciones en la playa y a mis amigos del barrio. Siempre me gustó aprender y preparar las materias de cada día. No tenían sentido “las ratas” porque tampoco me gustaba andar boludeando en los bares. Yo, sin proponérmelo, había logrado “legalizar” las ratas. No era raro que mis padres se presentaran en el colegio dos horas antes de la salida para llevarme al cine. Esto sucedía en 1º y 2º, luego se terminó. Mi círculo de cinco o seis amigos eran como yo, tal vez un poco rígidos. A mí me gustaba frecuentar el Odeón, el primer piso donde había billares. Los viernes recalábamos en “La cuyana” donde preparaban unas empanadas gloriosas. No recuerdo si fue en 3º o en 4º que dejé de tomar el 134 en Directorio y Carabobo, nos íbamos andando los tres o cuatro de siempre hasta la Plaza Flores donde cada uno tomaba su transporte, tren, colectivo, tranvía. En la equina de Directorio pasaba un tranvía destartalado que parecía salido de la pluma de Oliverio Girondo. Bajaba hasta Donato Álvarez y desde allí iba desgranando seis o siete compañeros –el ala judía le llamaba yo- a lo largo de La Paternal, Parque Irlanda y Av. San Martín. Después se quitaron, pero tanto Pedro Goyena como Carabobo y Alberdi contaban con espacios centrales acordonados y con pastos para las vías tranviarias. En cada edad uno tiene afinidades con gente diversa para compartir lo que fuere. Pues bien, con Orrea, un compañero anexo al círculo áulico se nos ocurrió un día anotarnos en un curso prematrimonial que daba un sacerdote en las dependencias de la Iglesia. Barajando vaya a saber qué fantasías nos brindaría allí el sacerdote fuimos dos o tres veces y nos retiramos decepcionados. Evidentemente, nuestra mente calenturienta nos había jugado una mala pasada. Donde fuimos varias veces fue a las concentraciones de la UES en la ciudad Infantil y en la Juvenil que estaban cerca, alguna exhibición gimnástica, algún partido de Polo y sospecho que algún reparto de sándwiches y bebidas.

5º año fue glorioso, la alegría de coronar el bachillerato se mezclaba con la incertidumbre de ingresar a la facultad, decisión que aunque ya tenía tomada no dejaba de intranquilizarme, por esa inseguridad, ese temor a fracasar ante un nuevo desafío existencial.

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